La madre Máximo Gorki | |
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miércoles, 6 de abril de 2016
sábado, 2 de abril de 2016
RELATOS DE MÁXIMO GORKI
Boles
Máximo Gorki
He aquí lo que me refirió un día un amigo:
«Cuando yo era estudiante en Moscú, habitaba en la misma casa que yo una de "esas señoras". Era polaca y se llamaba Teresa. Una morenaza muy alta, de cejas negras y unidas y cara grande y ordinaria que parecía tallada a hachazos. Me inspiraba horror por el brillo bestial de sus ojos oscuros, por su voz varonil, por sus maneras de cochero, por su corpachón de vendedora del mercado.
Yo vivía en la buhardilla, y su cuarto estaba frente al mío. Nunca abría la puerta cuando sabía que ella estaba en casa, lo que, naturalmente, ocurría muy raras veces. A menudo se cruzaba conmigo en la escalera o en el portal y me dirigía una sonrisa que se me antojaba maligna y cínica. Con frecuencia la veía borracha, con los ojos huraños y los cabellos en desorden, sonriendo de un modo repugnante. Entonces solía decirme:
-¡Salud, señor estudiante!
Y se reía estúpidamente, acrecentando mi aversión hacia ella. Yo me hubiera mudado de casa con tal de no tenerla por vecina; pero mi cuartito era tan mono y con tan buenas vistas, y la calle tan apacible, que yo no acababa de decidirme a la mudanza.
Una mañana, estando aún acostado y esforzándome en encontrar razones para no ir a la Universidad, la puerta se abrió de repente, y aquella antipática Teresa gritó desde el umbral con su bronca voz:
-¡Salud, señor estudiante!
-¿En qué puedo servir a usted? -le pregunté.
Observé en su rostro una expresión confusa, casi suplicante, que yo no estaba acostumbrado a ver en él.
-Mire usted, señor... Yo quisiera pedirle un favor... Espero que no me lo negará usted.
Seguí acostado y guardé silencio. Pensé: "Se vale de un subterfugio para atentar contra mi castidad, no cabe duda. ¡Firmeza, Egor!"
-Mire usted, necesito escribir una carta... a mi tierra -dijo con acento extremadamente tímido, suave y suplicante.
"Bueno -pensé-; si no es más que eso, ¿por qué no?"
Me levanté, me senté ante la mesa, cogí papel y pluma y le dije:
-Siéntese usted y dícteme.
Avanzó, se sentó llena de embarazo, y me miró con aire confuso.
-Bueno; ¿cuál es la dirección?
-Señor Boleslav Kachput, en Sventiani, camino de hierro de Varsovia...
-¿Quiere usted decirme lo que he de escribir?
-Escriba usted: "Mi querido Boles... corazón mío... mi fiel enamorado... ¡que la Santísima Virgen te proteja!... Tesoro mío, ¿por qué no has escrito desde hace tiempo a tu palomita Teresa, que está muy triste?"
Me costó gran trabajo contener la risa; aquella "palomita" tenía cerca de dos metros y medio de estatura y unos puños enormes, y era tan sucia, que parecía haber pasado la vida limpiando chimeneas sin lavarse nunca. Logré permanecer serio, y le pregunté:
-¿Quién es ese Bole?
-¡Boles, señor estudiante! -rectificó, visiblemente contrariada por mi deformación del nombre- Boles es mi novio.
-¡Novio de usted!
-¿Por qué, señor estudiante, se muestra tan asombrado? ¿Acaso yo, una muchacha, no puedo tener novio?
¡Ella una muchacha!
-¿Por qué no? Todo es posible. ¿Hace mucho tiempo que son ustedes novios?
-Más de cinco años.
-¡Caramba! -me dije.
En fin, acabé de escribirle la carta. Una carta tan tierna, tan amorosa, que yo hubiera con gusto ocupado el lugar de Boles si su corresponsal no hubiese sido Teresa, sino otra mujer de menores dimensiones.
-¡Se lo agradezco a usted de todo corazón, señor estudiante! Me ha prestado usted un gran servicio -me dijo Teresa saludándome-. ¿No podría yo, en pago, prestarle a usted otro a mi vez?
-No; se lo agradezco.
-¿No necesita el señor estudiante que le remienden la camisa o los pantalones?
Aquel mastodonte con faldas me puso colorado, permitiéndose tal suposición.
Nada suavemente, le contesté que no tenía necesidad de sus servicios.
Y se marchó.
Pasaron quince días. Una tarde estaba yo sentado junto a la ventana, pensando en el modo de abstraerme de mi propia persona. Me aburría terriblemente. Hacía mal tiempo; yo no tenía ganas de ir a ninguna parte, y me entregaba al autoanálisis. Esto no era muy divertido; pero yo estaba tan sin ánimos...
De pronto, la puerta se abrió; por fin llegaba alguien.
-¿El señor estudiante no tiene ninguna ocupación urgente?
Era Teresa... ¡Diablo!
-No. ¿Por qué?
-Yo le agradecería al señor estudiante que me escribiera otra carta.
-Estoy a su disposición de usted. ¿La carta es para Boles?
-No; hoy es de él.
-¿Cómo?
-¡Qué estúpida soy! Me he explicado muy mal. Hoy no se trata de escribirme una carta a mí, sino a una amiga... Es decir, no a una amiga, sino... a un joven... No sabe escribir y tiene una novia... Se llama como yo: Teresa... ¿Ha comprendido usted?... Tendrá la amabilidad de escribirle una carta a la otra Teresa...
La miré; parecía llena de confusión; sus dedos temblaban... A pesar de lo embrollado de sus palabras, empecé a adivinar...
-Escúcheme, señora -le dije-: los Boles y las Teresas sólo existen en su imaginación de usted. Ha inventado usted esas mentiras para hacerme caer en su trampa. Pero usted se engaña. No tengo maldita la gana de entrar en relaciones con usted. ¿Me entiende?
Pareció de pronto extrañamente temerosa y confusa, y empezó a mover de un modo grotesco los labios, queriendo decir algo, pero sin decir nada. Yo la contemplaba, y pensaba que, a lo que parecía, me había equivocado un poco al atribuirle la intención de hacerme abandonar el camino de la virtud y que debía de ser otro su objeto.
-¡Señor estudiante!... -comenzó.
Pero no pudo terminar; de un modo repentino, brusco y como desesperado volvió la espalda y se marchó.
Yo me quedé de muy mal humor. Tras una corta reflexión, me decidí a ir a su cuarto para invitarla a volver al mío. Estaba dispuesto a escribirle todo lo que quisiera.
Al entrar en su cuarto, vi que estaba sentada junto a su mesa y con la cabeza entre las manos.
-¡Oiga usted! -le dije.
Siempre, cuando llego a este punto de mi narración, me asombro de mi estupidez... ¡Fue aquello tan tonto!
-¡Oiga usted! -le dije.
Se levantó bruscamente, se dirigió hacia mí, con los ojos brillantes; apoyó sus manos en mis hombros, y empezó a murmurar, o, mejor dicho, a tronar con su bronca voz:
-¡Bueno! Supongamos que no hay, en efecto, ningún Boles... Que Teresa tampoco existe... ¿Qué le importa a usted? ¿Le cuesta tanto trabajo escribir unas cuantas líneas? Debía darle vergüenza... Tan joven, tan blanco. ¡Sí; no hay ni Boles ni Teresa, sépalo usted! No hay más que yo... ¿Estamos?
-Permítame usted -le pregunté, estupefacto por sus palabras-. ¿De qué se trata entonces? ¿No hay ningún Boles?
-¡No!
-¿Y ninguna Teresa?
-Ninguna Teresa tampoco. Teresa soy yo.
Yo no comprendía ni una palabra. La miré atónito y me pregunté cuál de los dos se había vuelto loco.
Mi vecina se acercó de nuevo a la mesa, buscó en ella algo y después se dirigió hacia mí y me dijo con tono de enojo:
-¡Si ha sido para usted tan molesto escribirle la carta a Boles, tómela, llévesela si quiere. Ya encontraré otros señores que se presten gustosos a escribirme cartas.
Y vi que me alargaba la que yo le había escrito a Boles. ¡Demontre!
-Oiga usted, Teresa. ¿Qué significa esto? ¿Para qué quiere usted pedirle a los demás que le escriban cartas cuando ni siquiera ha echado ésa al correo?
-¿Pero a quién quiere usted que se la remita?
-¡A ese... a Boles!
-¡Pero si no existe!
¡Decididamente, yo no comprendía una palabra!
No me quedaba más que irme. Y lo hubiera hecho al punto de no haberse empeñado ella en explicarse.
-¿Qué? -dijo enojada-. Ya le digo a usted que Boles no existe...
Y se pintó en su rostro una gran extrañeza de que no existiera.
-Sin embargo, debía existir. ¿No soy yo un ser humano como los demás? Claro que soy... En fin, ya sé lo que soy; pero no le hago daño a nadie si le escribo...
-Perdone usted. ¿A quién?
-¡Toma, a Boles!
-¡Pero si no existe!
-¡Jesús, María! ¿Qué importa que no exista? Yo me lo imagino. Le escribo y me figuro que existe en realidad. Teresa soy yo; él me contesta... y luego, a mi vez le contesto yo...
Entonces comprendí.
¡Me dio una vergüenza, experimenté un dolor, una pena! ¡Junto a mí, a tres pasos de mi puerta, vivía una mujer a quien nadie en el mundo le había dado muestras de afecto, y se había inventado un amigo!
-Mire usted -continuó-, usted me ha escrito una carta para Boles, yo se la doy a leer a otros, y cuando les oigo leérmela, me hago la ilusión de que Boles, en efecto, existe. Después suplico que me escriban una carta de Boles para Teresa, es decir, para mí. Y cuando me leen esta carta, no me cabe ya duda de que existe Boles, lo cual me hace la vida más llevadera.
-¡Diablo! ¡Vaya una historia! -me dije.
En fin, a partir de aquel día, comencé a escribir puntualmente dos veces por semana cartas a Boles y respuestas de éste a Teresa, que escuchaba ella llorando de emoción o más bien aullando broncamente. En pago de las lágrimas que le arrancaban las respuestas del Boles imaginario, me zurcía gratis los calcetines, las camisas y otras prendas.
A los tres meses, la metieron en la cárcel, no sé con qué motivo. Probablemente se habrá muerto ya...»
El narrador sopló la ceniza del cigarrillo, miró pensativamente al cielo, y concluyó:
«Si, así sucede... Cuando más le persigue el destino, más ávidamente busca el hombre la felicidad. Pero nosotros no nos percatamos de ello, porque nuestros corazones están blindados por virtudes vetustas y lo vemos todo al través de la niebla que pone en nuestros ojos el contento de nosotros mismos, la convicción estúpida de nuestra impecabilidad...»
Tras una breve pausa, agregó:
«En fin, todo esto es estúpido y cruel. Se habla de los hombres encenagados. ¿Qué son los hombres encenagados? Ante todo, son seres humanos, con los mismos huesos, la misma sangre y los mismos nervios que nosotros. Y se nos habla de los hombres encenagados todos los días, desde hace siglos. Nosotros escuchamos y... no ¡es demasiado imbécil! En realidad, nosotros somos también hombres encenagados, caídos muy bajo, caídos en el fondo de nuestra convicción errónea de que nuestros nervios y nuestros cerebros son superiores a los de los demás, cuando toda nuestra superioridad consiste en que somos más cucos y sabemos hacernos los buenos mejor que los demás...
Pero basta de filosofías. Todo esto es tan sabido que da vergüenza hablar de ello.»
Peredvízhniki
Peredvízhniki (en ruso Передви́жники), comúnmente conocidos como "Los Ambulantes", o además como"Los Vagabundos" o "Los Itinerantes". Nombre de una sociedad cooperativa de pintores rusos de la década de 1870 que desarrolló en sus obras el realismo crítico iniciado en la década anterior por otros artistas. El nombre completo del grupo fue: "Sociedad de Exposiciones de Arte Ambulante" que se formó como protesta contra las restricciones de la Academia Imperial de las Artes.
En la historia de Rusia, fue la organización de mayor importancia en lo que se refiere a la democratización de la pintura. Su ideología también se basaba en el crecimiento del amor al arte en la sociedad.
Trasladaban sus cuadros llevándolos a las provincias, lo que les proporcionó una gran estimación y simpatía de parte de miles y miles de personas de un amplio sector del pueblo ruso.
Los Sirgadores del Volga de Lliá Repin (1870-1873)
Náutica. Oficio.
Sirgador: Hombre cuyo oficio es tirar de las embarcaciones mediante una sirga.
Sirga: Mar. Cuerda que sirve sobre todo para tirar las redes,para llevar las embarcaciones desde tierra, principalmente en la navegación fluvial: la remolcadora lanzó una sirga al velero averiado.
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Máximo Gorki en 1906
BIOGRAFÍA DE MÁXIMO GORKI
Siendo apenas un niño de cinco años pierde a su padre debido al cólera lo que obliga a su madre y a él a regresar a vivir al tempestuoso y hostil hogar de los abuelos paternos: "Había dado comienzo y comenzado a fluir con espantosa rapidez una vida espesa, abigarrada, indescriptiblemente extraña. La recuerdo como un cuento terrible, bien relatado por un genio bueno, pero de una veracidad torturante... La casa del abuelo estaba llena del abrasador humo de la mutua inquina que se tenían todos; aquella inquina envenenaba a los mayores y hasta los pequeños participaban activamente en ella." Gorki solo consigue permanecer viviendo ahí hasta la muerte de su madre, que acontece cuando tiene diez u once años de edad: "Bueno, Lekséi" le indica su abuelo "tú no eres ninguna medalla para que yo te lleve colgado del cuello; ese no es tu sitio; anda, vete por el mundo a ganarte el pan".
El joven Gorki, pues, comenzó a desempeñar oficios variados a muy corta edad. En el transcurso de dieciocho años, desde 1875 hasta 1893, el autor trabajó como empleado de pintor, ayudante de panadero, camarero de barco, empleado de ferrocarriles y hasta como vendedor de bebidas.
Toda la experiencia acumulada a lo largo de sus correrías, enriquecería más tarde el bagaje temático del escritor; sus vivencias y las de las personas con quienes trabajó y convivió conforman los relatos de sus obras autobiográficas Infancia, Entre los hombres y Mis universidades.
De hecho, una de sus experiencias, su permanencia como pasante de abogado, fue la que despertó su gusto por la literatura y su interés por la cultura. En adelante, la lectura fue actividad crucial en sus días y más tarde dio lugar a sus primeras narraciones: Makar-Chudrá (1892) o Chelkash (1895).
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La obra de Máximo Gorki creció rápidamente. Ya para 1898, había reunido su producción narrativa en dos volúmenes. Su persona era cada vez más popular, sus cuentos agradaban al público y su fama trascendió las fronteras para llevar su nombre por toda Europa.
Entonces, también sus producciones teatrales Pequeños burgueses y Los bajos fondos alcanzaron el éxito. Fueron llevadas a escena en 1902 en el Teatro de Arte de Moscú y más tarde recorrieron los mejores escenarios de Europa. Estas obras de teatro emplearon innovadoramente técnicas naturalistas estructurando una serie de tramas paralelas en las que prácticamente todos los personajes tenían la misma importancia.
En otros campos siguió alcanzando nuevos logros. De la narrativa corta pasó a las novelas extensas con obras tales como “Várenka Olésova” (1898), Fomá Gordéiev (1899) y Los tres (1900).
En San Petersburgo estableció contacto con destacados marxistas que lo motivaron a volver la vista hacia los problemas sociales y lo convencieron sobre la conveniencia del movimiento revolucionario. También en su obra plasmó su simpatía con estos ideales como lo muestran sus dramas: Los veraneantes, Los hijos del sol, Los enemigos o Los bárbaros y sus poemas El canto del halcón, El hombre y El canto del petrel. La censura , no obstante recayó sobre algunos de ellos. Fue nombrado miembro honorario de la Academia Imperial de Ciencias, pero en 1902 le fue anulado el puesto a causa de diferencias políticas. Sin embargo, Máximo Gorki no estaba dispuesto a ceder en sus ideales y siguió apoyando a la Revolución, lo que lo llevó a la cárcel.
En 1907 se mudó a Capri por severos problemas de salud; ese mismo año y en ese mismo lugar escribió su obra más popular, La madre, en la cual relata la evolución del pensamiento de la madre de un obrero socialista así como el entorno de la Rusia revolucionaria. En la isla italiana formó un centro de emigración revolucionaria hasta poco antes de estallar la Primera Guerra Mundial. Mientras tanto, su fama iba en decadencia y él mismo sufría una crisis de identidad influido por las ideas de León Tolstói.
Al estallar la Revolución rusa en 1917, él se encontraba en su país y trabajó activamente en el ámbito cultural hasta 1921 cuando se trasladó a Alemania donde permaneció tres años.
Después estuvo en Sorrento y en 1928 regresó a la URSS de la mano de Stalin, donde empezó la etapa de su obra en que sustentó el régimen soviético. Fue nombrado presidente de la Unión de Escritores Soviéticos en 1934.
En 1935, su hijo es asesinado, hecho del que se acusa a la oposición trotkista, pero sin poder mostrar prueba alguna de esto.3 Y se piensa que Máximo Gorki murió repentinamente de una neumonía en Moscú, el 18 de junio de 1936, en la dacha "Gorki" de Lenin.
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Savely Abramswitch Sorine, Maxim Gorki
Las obras más destacadas
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